— Agencia NA / Carlos Polimeni
La idea fue de su mamá maestra, que veía con cierta preocupación como el segundo de sus tres hijos varones revelaba una inquietud que lo convertía a veces en un rebelde problemático: a los 13 años César Milstein se topó por primera vez con un libro científico, aunque planteado como de aventuras.
El relato de “Los cazadores de microbios”, de Paul de Kruif, que abunda en la vida de Antony van Leeuwenhoek, el hombre que inventó el microscopio y con ello abrió las puertas al estudio del universo de los microrganismos, entró como un rayo en la psiquis de aquel inquieto pre adolescente de Bahía Blanca.
Las biografías de otros grandes biólogos del siglo XIX y comienzos del XX, entre ellos Louis Pasteur y Robert Koch, le hicieron pensar al hijo del medio del inmigrante ruso Lázaro Milstein que con disciplina y método él también podría convertirse en un científico de avanzada, aunque su ciudad quedase lejos del primer mundo de las investigaciones.
“Era como leer las aventuras de Tarzán, pero mucho más divertido” contó cuando era una eminencia de la ciencia mundial sobre el impacto de aquel libro de divulgación, que le impresionó mucho más que los de Julio Verne o Emilio Salgari, que solía obtener prestados en sus visitas a la Biblioteca Pública Bernardino Rivadavia, en su ciudad natal.
Casi nueve lustros después de recibir el regalo de su madre, cuando era una estrella del Laboratorio de Biología Molecular de la prestigiosa Universidad inglesa de Cambridge, Milstein ganó en 1984 el Premio Nobel de Medicina, compartido con sus colegas George Köhler y Niels Jerne, por sus trabajos sobre inmunología y anticuerpos monoclonales.
El quinto y último argentino que recibió un Nobel, sucediendo a Carlos Saavedra, Bernardo Houssay, Luis Leloir y Adolfo Pérez Esquivel, había concretado una serie de reveladoras investigaciones acerca del proceso por el cual la sangre produce anticuerpos (es decir las proteínas encargadas de combatir la presencia de cuerpos extraños o antígenos).
Al fusionar los linfocitos B, que tienen una vida media limitada en la producción de anticuerpos, con las células tumorales, la investigación premiada logró un híbrido de acción permanente, lo que significó un gran avance en la inmunología moderna, que resultaría clave para el diagnóstico y tratamiento de gran número de enfermedades.
“La ciencia sólo va a completar sus promesas cuando los beneficios sean compartidos equitativamente por los verdaderos pobres del mundo”, escribió Milstein en 2000, dos años antes de su muerte a los 74 años, en un razonamiento que explica por qué no patentó su descubrimiento, privatizándolo a cambio de dinero, bajo la certeza de que debía quedar como “propiedad intelectual de la humanidad”.
Cuando Milstein, que pensaba que “la universidad debe enseñar a aprender”, obtuvo el galardón, y con ellos 190 mil dólares compartidos, Cambridge llevaba casi 800 años siendo una de las fuentes más notorias del conocimiento científico internacional y se enorgullecía de haber formado la friolera de ochenta premios Nobel.
“El motor de la ciencia es la curiosidad con las preguntas constantes: ¿Y eso cómo es? ¿En qué consiste? ¿Cómo funciona?”, creía. “Y lo más fascinante es que cada respuesta trae consigo nuevas preguntas. En eso los científicos le llevamos ventajas a los exploradores: cuando creemos haber llegado a la meta anhelada, nos damos cuenta de que lo más interesante es que hemos planteado nuevos problemas para explorar”.
Pese a que era ciudadano británico cuando le concedieron el Nobel, el puntilloso y disciplinado científico siempre se consideró un hijo de la educación pública argentina: cursó la primaria y el secundario en Bahía Blanca, obtuvo la licenciatura en Química en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires y luego se doctoró con una investigación sobre las enzimas.
Ahora, al celebrarse el aniversario número 37 de la concesión de su Nobel, que le llegó mientras estaba trabajando en la rutina de su laboratorio, por lo cual ni siquiera atendió la llamada telefónica desde Estocolmo que le avisaban del galardón, el Estado nacional acaba de homenajearlo con una jornada especial en Tecnópolis.
La exhibición en el micro estadio de la película “Un fuegito, la historia de César Milstein”, de 2010 y dirigida por su sobrina nieta Ana Fraile, acompañada por un concierto de la Camerata Bariloche, bajo la batuta del hermano de ésta, Martín Fraile, fueron ideados para recordar que la ciencia y el arte son familia, que cruzan sus campos potenciándose mutuamente.
En febrero pasado, con un decreto publicado en el Boletín Oficial, el Gobierno Nacional declaró este problemático 2021 como “El año de homenaje a Milstein”, cuyo trabajo y concepto de la medicina parecen más que actualizados por el papel que el Sistema de Salud Pública, del que fue gran defensor, ha tenido durante la Era del Coronavirus.
“El doctor Milstein mantuvo un profundo compromiso con la ciencia y promovió el acceso universal y la disponibilidad del conocimiento para el beneficio de la sociedad en su conjunto, renunciando a beneficios y retribuciones económicas personales”, puntualizó el decreto firmado por el presidente Alberto Fernández.
En este 2021 también se cumplieron 60 años del regreso de Milstein a la Argentina, tras haber sido designado Jefe del Departamento de Biología Molecular del Instituto Nacional de Microbiología Carlos Malbrán, mientras estaba becado por Cambridge, concretando una investigación postdoctoral, bajo la dirección del bioquímico molecular Frederick Sanger, ganador de dos Nobel.
En el desempeño de esa nueva responsabilidad, además de dedicarse al trabajo científico, y tomando en cuenta una serie de problemas presupuestarios recurrentes, este genio humilde y ubicado, que amaba la carpintería, se dedicó a diseñar y construir con sus manos los muebles necesarios para llevar a cabo las distintas prácticas, además de reparar los que estaban dañados.
Pero sólo estuvo un año en el cargo, ya que decidió, con tristezas varias, volver a Inglaterra después del golpe militar que derrocó al gobierno constitucional de Arturo Frondizi e intervino el Malbrán, en lo que significó el principio de su radicación definitiva en el extranjero, en un episodio que subraya la larga historia de las “fugas de cerebros” que ha sufrido la ciencia en la Argentina
Aunque era muy medido en sus apreciaciones, una serie de persecuciones ideológicas, que preludiaron a la famosa Noche de los Bastones Largos durante el gobierno militar de Juan Carlos Onganía, habían terminado convenciéndolo de que sólo podría desarrollar en paz su complejo trabajo en un entorno que le garantizara estabilidad, lejos de los oscurantismos.
Milstein, que había sido anarquista de joven pero de adulto se consideraba un científico humanista, eligió el título de “La curiosidad como fuente de riqueza” al brindar en 1999 su última conferencia en la Facultad de Ciencias Exactas, cuando ya la historia demostraba que aquel libro que le regaló su madre maestra en 1940 no sólo cambió el destino de un niño inteligente, sino el de la medicina mundial.