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Se cumplen 20 años de la palomita de Manu Ginóbili en Atenas 2004: un vuelo hacia la eternidad

Aquel triunfo dio inicio a una épica conquista de la Selección Argentina de básquet en los Juegos Olímpicos 2004 y una de los momentos más recordados y emblemáticos del deporte nacional.
JUEVES 15 DE AGOSTO DE 2024

Hay un tiro libre que entra y también hay, como consecuencia, un jugador vestido de azul que salta en el banco de suplentes. Que salta y festeja, porque nadie le ha dicho aún que el básquetbol está hecho de milésimas de segundos. James Naismith inventó un juego de puntería, pero también un deporte de emociones: un péndulo que oscila entre la victoria y la derrota a máxima velocidad. La diferencia está en los detalles. Y es así que las imágenes, a partir de este momento, serán puro vértigo hasta escuchar el sonido de la bocina final.

Gritar antes de tiempo es gritar sin ruido. El drama de la escena previa tiene la connotación del suspenso de Alfred Hitchcock: mientras se levanta la mecánica de tiro serbia, los cuervos en vilo somos nosotros. Revoloteamos cerca en busca de sentimientos extraviados. Esquivos. Los que están allá, en la tribuna, los que estamos acá, con los ojos pegados a la pantalla.

Andrés Nocioni ve como el balón cae manso sobre la red. El Chapu lo cobija con su mano derecha y busca pase. No parece haber tiempo para nada. La pelota pasa a ser una pinza y el aro contrario, allá lejos, será la bomba que se deberá desactivar en solo 3.8 segundos.

El primer cable a cortar es para Nocioni una opción de complemento; observa hacia la derecha y no hay nadie, pero de inmediato encuentra a Alejandro Montecchia, quien será quien aborde los riesgos de la gran decisión. El Puma primero corre, hace un dribbling, dos, tres, gira y recién ahí levanta la cabeza. Vuelve a dribblear no una, sino dos veces. Aún no sabe que en sus manos tiene lo que será la génesis de la Generación Dorada. La jugada de todos los tiempos, la síntesis perfecta de la solidaridad que luego destacarán muchos, copiarán pocos y envidiará el mundo.

Andrés Nocioni ve como el balón cae manso sobre la red. El Chapu lo cobija con su mano derecha y busca pase. No parece haber tiempo para nada. La pelota pasa a ser una pinza y el aro contrario, allá lejos, será la bomba que se deberá desactivar en solo 3.8 segundos.

El primer cable a cortar es para Nocioni una opción de complemento; observa hacia la derecha y no hay nadie, pero de inmediato encuentra a Alejandro Montecchia, quien será quien aborde los riesgos de la gran decisión. El Puma primero corre, hace un dribbling, dos, tres, gira y recién ahí levanta la cabeza. Vuelve a dribblear no una, sino dos veces. Aún no sabe que en sus manos tiene lo que será la génesis de la Generación Dorada. La jugada de todos los tiempos, la síntesis perfecta de la solidaridad que luego destacarán muchos, copiarán pocos y envidiará el mundo.

Porque Montecchia podría tirar al aro, pero no lo hace. Podría avanzar él en busca del heroísmo de una jugada mayúscula que reivindique al equipo tras la desafortunada definición del Mundial 2002, pero decide que las cosas se harán esta vez de una manera diferente.

Montecchia enseña que no se trata de uno mismo sino de los demás. Que la felicidad es plena si es de y para todos. Levanta la cabeza y lo ve. Sobre el margen derecho, una llamarada con el número 5 comienza a encender la antorcha de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004. Alla viene Manu, listo para escribir la gran página que lo empujará a ser el mejor jugador argentino de todos los tiempos. Montecchia y Ginóbili, una vez más. Como en Bahiense del Norte, pero ahora en Atenas. Del barrio al universo, sin escalas. El pase es perfecto, una línea fina que puede unirse como puntos en un mapa. Una constelación de básquetbol que edifica una autopista imaginaria que recordaremos desde este momento y para siempre.

Ginóbili abre los ojos y avanza. Acelera el ritmo como si así pudiese detener el reloj. Recibe y se desprende de inmediato del balón, que parece tener gajos ardientes. Lo que ejecuta no es un lanzamiento, es un chasquido de dedos. Un golpe de billar preciso, exacto, que provoca que la pelota palmee el tablero y entre. Es tal la velocidad de ejecución, tal la repentización, que cuesta asimilar lo que ocurre. Son segundos de oscuridad que se transforman en luz. Incredulidad que evoluciona en éxtasis. El prólogo perfecto de la que será, días después, el éxito más grande del básquetbol argentino en toda su historia.

El movimiento, icónico, será infinito con el paso del tiempo. La revancha perfecta de la derrota en Indianápolis 2002. Un salto en 45 grados que bien podría evolucionar en logo: un vuelo directo hacia la eternidad. El primer paso para convertirse en el más maravilloso jugador que dio nuestro país.

El alarido se provoca en Atenas y el eco se desparrama a lo largo y a lo ancho de Argentina. El aleteo de una mariposa en Europa provoca un sismo de felicidad en Sudamérica. Llega un compañero, y otro, y otro más. La montaña de abrazos se funden en un corazón albiceleste que besa el piso y toca el cielo. Rubén Magnano da una vuelta olímpica inolvidable. Una alegría que lo libera por primera vez de su carrera de etiqueta, de seriedad de protocolo.

La hipótesis se transforma, entonces, en el principio de la conclusión: un equipo especial está entre nosotros.

Todo lo demás, es historia juzgada.

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